En base a testimonios de las víctimas, los fiscales Félix Crous y Clarisa Miranda detallaron el horror de ese campo. Destacaron que las desapariciones implican la continuidad de la tortura.
Eran los últimos instantes del alegato, y el momento tal vez que estremeció hasta a los jueces. “Mi abuela murió cuando yo tenía 8 años; mi tía siempre nos decía que murió de tristeza por lo que le había pasado a su hijo”, leyó el fiscal Félix Crous del relato de Clarisa Martínez, una de las hijas de Françoise Dauthier, desaparecida de El Vesubio. Y siguió: “Es muy cruel no saber que pasó con Françoise, es muy cruel no tener ningún dato concreto de qué pasó con ella, tenemos muchísima necesidad de saber, de saber cómo fueron sus últimos días. ¿Qué le pasó? ¿Qué desenlace tuvo? Necesitamos saber muchísimo y también necesitamos que los responsables de estas barbaridades, de estas atrocidades, paguen, sean castigados. Sí, por supuesto que esta justicia llega tarde, pero la necesitamos, aunque sea 30 años después, la necesitamos muchísimo”.
En la causa por El Vesubio se juzgan 140 casos de las 2000 o 2500 víctimas que calculan los sobrevivientes que pasaron por el centro clandestino: 72 de las 140 de este juicio fueron asesinadas o se encuentran desaparecidas.
La fiscalía leyó durante cinco días más de seiscientas páginas del alegato de acusación a los represores. Pero antes de pasar al pedido concreto de condenas, el fiscal y su adjunta Clarisa Miranda obligaron al Tribunal Oral Federal Nº 4, al público y a los represores que estaban sentados ahí, a escuchar lo que significa para las víctimas la existencia de los cuerpos faltantes de sus desaparecidos.
Clarisa Martínez fue una de las víctimas de El Vesubio. Dio su testimonio en enero; es una de las tres hijas de Françoise, y una de las dos trasladadas con ella al centro de exterminio. Las dos hijas luego fueron entregadas a los abuelos y hace cinco años recuperaron el cuerpo del padre por una identificación del Equipo Argentino de Antropología Forense, pero la madre sigue sin aparecer. “De mi mamá, nos falta eso –dijo Clarisa–, nos falta poder cerrar por lo menos algunos aspectos de lo que fue su vida, su último tiempo, ¿no?”
“Señores jueces –dijo Crous–, así como hay delitos que por su ínfima afectación al bien jurídico no justifican la reacción penal, los llamados delitos de ‘bagatela’, estos crímenes aberrantes hacen estallar los máximos punitivos. Debemos limitarnos a ese máximo por imperio del principio de legalidad, pero no menos que eso.”
La desaparición forzada de quien aún no ha sido localizado, abundó, “y el ocultamiento del cadáver del asesinado”, como en el caso de tantas víctimas de este juicio, sitúa a los autores en el terreno de la barbarie. Privar a los deudos de los ritos funerarios o mantener a los seres queridos del desaparecido en estado de perpetua incertidumbre coloca “a quien determina ese estado en una condición previa a la civilización”.
Hinda Burzny de Weinstein había dicho en su declaración que su familia tenía un duelo permanente: “Que los torturadores los hicieron desaparecer dos veces”. Y en ese instante miró a los imputados para preguntarles mientras los increpaba por el cuerpo de su hijo: “Se los llevaron sin decir motivo, sin abogado; y después, ustedes saben dónde están enterrados. ¿Por qué no podemos tener el cuerpo? Saber que debe estar enterrado, tirado en algún lugar, ¿por qué?, ¿por qué?”.
“Detengámonos por favor un momento en esto –pidió el fiscal–. Una madre pide por un hijo muerto como alivio al dolor de la desaparición. ¡Un hijo muerto! ¿Podemos imaginarnos la dimensión de ese dolor, es decir, del dolor que los acusados han ocasionado?”
En esa lógica, los acusados siguen siendo hoy “torturadores”, dijo la fiscalía. Los cuadros intermedios que comandaron la represión ilegal y estuvieron sentados en la sala de audiencia de los Tribunales desde el comienzo del juicio, y los guardianes que día a día custodiaron a las víctimas hasta su muerte “seguramente tienen mucho para decir sobre el destino de las víctimas... pero callan”, advirtió el fiscal. “También callan sobre el destino de los bebés nacidos en cautiverio. ¿Qué indulgencia merecen estos señores?”.
Para los jefes intermedios, la fiscalía pidió prisión perpetua, como lo hicieron el resto de las querellas. Acusó a Héctor Gamen en su condición de segundo comandante de la Brigada de Infantería X y en consecuencia jefe del Estado Mayor de esa brigada, por homicidio agravado por alevosía y por pluralidad de partícipes en 22 casos; privación ilegal de la libertad agravada y tormentos doblemente agravados. A Hugo Idelbrando Pascarelli, jefe del Grupo 1 de Artillería de Ciudadela y en consecuencia jefe del Area 114 de la Subzona 1.1 por homicidio agravado en tres ocasiones, privación ilegal de la libertad y tormentos. Para Pedro Durán Sáenz, jefe del centro clandestino, pidió homicidio por 19 víctimas, privación ilegal de la libertad y tormentos. Pidió la pena máxima de 25 años de prisión para los cinco guardiacárceles: Ramón Antonio Erlán, José Néstor Maidana, Roberto Zeolitti, Diego Salvador Chemes y Ricardo Néstor Martínez.
A cada uno de los guardiacárceles la fiscalía dedicó párrafos especiales, pero destinó un capítulo entero a fundamentar la condena de Zeolitti, que basa su defensa en que algunas víctimas lo mencionaron como parte de la “guardia blanda”. Crous volvió una y otra vez a ese texto para mostrar las contradicciones y las mentiras. Recordó cuando le preguntaron sobre la duración de los interrogatorios. Zeolitti dijo que no sabía exactamente pues “él no tenía el tiempo”, dijo Crous y agregó: “Habrá querido decir: tomaba el tiempo”. Y recordó otra parte de la respuesta, el momento en el que Zeolitti dijo: “Me imagino que eso depende de la persona que se resista”. Y apuntó: “Claro, si a usted le están dando picana y no quiere hablar, es una cosa... que pienso que es así, ¿no es cierto? Si usted no quiere hablar, lo van a seguir torturando; pero si da el nombre que le piden, se termina”.
La bondad de Zeolitti, dijo el fiscal, “consistió en hacer más llevadero el camino hacia el dolor y la muerte de las víctimas. Un matarife que no quiere problemas. ¿Quién es más perverso, el guardia impasible o el que ofrece el último cigarrillo al condenado a muerte?”. Zeolitti “se ocupó de conducir a las víctimas hasta la sala de tortura y regresarlos masacrados. Cumplía su trabajo para que otros machacaran la carne y el alma humana hasta el infinito”.
En la sala estaba el hijo de Chemes. Estaban los sobrevivientes y las víctimas. Ellos lloraron. Las secretarias del Tribunal estaban con los ojos visiblemente mojados, a Crous se le quebró la voz.
El fiscal pidió al Tribunal en ese contexto que ordene al juez de la primera instancia (Daniel Rafecas) que parte de la causa vuelva a sus manos para que les impute a los acusados el delito de violencia sexual, como delito autónomo, porque hasta ahora se lo considera como parte de los tormentos y porque, de acuerdo con uno de los principios jurídicos, los acusados no pueden ser condenados por un delito por el que no se los juzgó. Pidió, además, que el juez impute los 22 homicidios comprobados por la identificación de los cuerpos a los cinco carceleros que hasta ahora no están acusados porque Rafecas no lo hizo. Y además pidió que juzgue la responsabilidad de los militares de los consejos de guerra que hacían las “parodias de juicio para blanquear a los prisioneros”.
Un punto más, punto de coincidencia entre las querellas, fue “que se revoquen las excarcelaciones de los tres militares que, pese a haber cumplido las funciones que tuvieron, están en libertad. Basta ya, por favor”, explicó.
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