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jueves, 26 de mayo de 2011

CHILE: A ese bello lirio despeinado. RONALD WOOD

Ronald Wood era un joven universitario, el año 1986 tenía 19 años y cursaba el 2ª año de la carrera de Contador Auditor en el Instituto Profesional de Santiago -actual Universidad Tecnológica Metropolitana (UTEM)- . Vivía en Maipú en el sector de 4 Álamos. Soñaba, como muchos jóvenes en los 80, con un Chile Popular, sin dictadura. El 20 de Mayo de 1986 en el contexto de la realización en Santiago de la Asamblea Mundial de Parlamentarios para apoyar la salida a la democracia en Chile, Ronald junto a miles de estudiantes y jóvenes, repletaron el centro de la ciudad, exigiendo el término de la dictadura de Pinochet. Ronald estaba en el puente Loreto, en las cercanías del Museo de Bellas Artes, cuando una patrulla militar disparó al grupo que se encontraba protestando. Una bala se alojó en su cabeza. Desde ese día muchas personas comenzaron a pedir para que se recuperara, todas las noches la capilla de 4 Álamos se llenaba para rezar por Ronald, los estudiantes del IPS, los jóvenes de Maipú y todo Chile se conmovió por este joven, que luchaba por sobrevivir. El viernes 23 de mayo, los tambores de la radio Cooperativa sonaron más fuerte que nunca... la voz de Sergio Campos dijo “...acaba de fallecer Ronald Wood, queremos expresar nuestras condolencias a familiares, amigos y compañeros...”


A ese bello lirio despeinado.

Quizás, sería posible rescatar a Ronald Wood entre tanto joven acribillado en aquel tiempo de las protestas. Tal vez, sería posible encontrar su mirada color miel, entre tantas cuencas vacías de estudiantes muertos que alguna vez soñaron con el futuro esplendor de esta impune democracia. Al pensarlo, su recuerdo de niño grande me golpea el pecho, y veo pasar las nubes tratando de recortar su perfil en esos algodones que deshilacha el viento. Al evocarlo, me cuesta imaginar su risa podrida bajo la tierra. Al soñarlo, en el enorme cielo salado de su ausencia, me cuesta creer que ya nunca más volverá a alegrarme la mañana el remolino juguetón de sus gestos.

Porque sería lindo volver a encontrar al Ronald en aquella comuna de Maipú donde yo le hacía clases de artes plásticas en la medialuna yodada de los setenta. Y él no estaba ni ahí con el arte, güeviando toda la hora, derramando la tempera, manchando con rabia la hoja de block, molestando a los más ordenados. Mientras yo trataba de enseñar el arte prehistórico, mostrando diapositivas. Mientras yo le daba con el arte egipcio, mostrando láminas de pirámides y tumbas faraónicas. Y el Ronald, insoportablemente hiperkinético, aburrido con mi cháchara educativa, lateado, estirando las piernas de adolescente crecido de pronto. Porque era el más alto, el pailón molestoso que no cabía en esos pequeños bancos escolares. El payaso del curso, que me hacía la clase un suplicio, rayándose la cara, riéndose de mi discurso sobre la historia del arte. Hasta que llegué al arte romano, al arte militar del imperio. Entonces, por primera vez, lo vi atento, mirando con asco las esculturas de esos g enerales, los bustos de esos emperadores, y los bloques de ejércitos tiranos. Por primera vez se quedó inmóvil escuchando, y yo aproveché esa instancia de atención para meter el discurso político, riesgoso en esos años cuando era pecado hablar de contingencia en la educación. Y el Ronald tan atento, participando, ayudándome en esa compartida subversión a través de la ingenua asignatura de las artes plásticas. Y luego, al terminar la clase, cuando todo el curso salió en tropel a recreo, al levantar la vista del libro de asistencia, el único que permanecía sentado en la sala era Ronald en silencio. ¿Y usted qué hace aquí? ¿Que no escuchó la campana del recreo? Y él sin decirme nada, me miró con esos enormes ojos castaños, estirándome la mitad de su manzana escolar, como un corazón partido que sellaba nuestra secreta complicidad.

Desde aquel día, ese bello despeinado, no se perdía palabra de mi oratoria antimilitar. Oiga profe, me decía para callado, hay que hacer algo pa que se acabe la dictadura. Algo estamos haciendo Rony, no se acelere. Mientras tanto, usted tiene que estudiar, dar el ejemplo, y no andar quebrando los vidrios de la inspectoría, ni menos hacerle muecas a la directora. ¿Me entiende? Y allí, en medio del patio pajareado de niños, lo dejaba pensando, rascándose la cabeza rubia que brillaba como una flama limona esas lejanas mañanas de cristal, a fines del setenta.

Poco tiempo me duró esa estrategia de concientizar por medio de la historia del arte. Por ahí algo se supo, alguien escuchó, y sin mediar explicación tuve que abandonar las clases en esa comuna. Nunca más vi a Ronald Wood, jamás supe que pasó con él en los crispados años que vinieron. Nunca me enteré si también lo habían expulsado de ese colegio, al igual que a mí.

Solamente el 20 de Mayo de 1986, me llegó la noticia de su asesinato en medio de una manifestación estudiantil en el Puente Loreto. Ese día, recién me enteré por la prensa que Ronald estudiaba para auditor en el Instituto Profesional de Santiago, que tenía apenas 19 años esa tarde cuando una maldita bala milica había apagado la hoguera fresca de su apasionada juventud. Ahí también supe que había agonizado tres días con su bella cabeza hecha pedazos por el plomo dictatorial.

Aun así, por muchos años creí reconocer su risa en las bandadas de estudiantes que alborotaban el parque, las plazas, el río y la tarde primaveral. Creo que hasta hoy no me convenzo de su fatal desaparición, y lo sigo viendo florecido en el ayer de su espinilluda pubertad. Tal vez nunca logre borrar la sombra de culpa que me nubla el recuerdo de sus grandes ojos pardos, aquellos lejanos días de escuela pública cuando me regaló en su mano generosa, la manzana partida de su rojo corazón.

Pedro Lemebel

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